Me encanta el título y recordar este bonito artículo que David Remartínez escribió allá por 2020, después de visitar Finca Terramor, como ahora llamamos a este cachín de tierra. ¡GRACIAS!
¿Es una uva, es un cherry, es un avión? El mini kiwi esconde un sabor único y tiene la gran ventaja de que se puede comer con piel. Descubrimos cómo se cultiva en una pequeña plantación de Asturias.
Cristina Secades lleva una camiseta amarilla que de lejos se asemeja a aquellas de publicidad de Donuts que llevaban muchos críos en mi colegio. Cuando te acercas, en lugar del dibujo del bollo agujereado reconoces tres letras, EWA. Son el acrónimo de Empowering Women in Agrifood, un programa europeo que ha seleccionado a 50 mujeres de Europa, de países con tasas de innovación moderadas, para adiestrarlas en sus proyectos agrícolas. Cristina, sin embargo, lleva la camiseta como si fuera de Donuts, sin exhibición pero satisfecha, con esa sonrisa de quien acaba de morder un pastel. Es una de las seleccionadas por la EWA gracias a su proyecto empresarial, Kiwin.
Como si supiera lo que significa, su border collie, Troy, vive en un permanente estado de celebración. Te salta encima nada más conocerte, con sus ojos refulgentes, pidiéndote que aplaudas a su estupenda ama. Dentro de cada border collie hay una fábrica de adrenalina buena.
Cristina en realidad no necesita que la empoderen. Desde hace cuatro años cultiva sola unas 200 plantas de mini kiwis en una finca familiar de 2.000 metros cuadrados en Asturias. Planta, analiza, poda, riega, se preocupa por la avispa asiática y, desde este primer año de cosecha, reparte puerta a puerta. ¿Dónde está su finca exactamente? Ay, amigo, eso en el campo asturiano no es tan fácil de determinar. Se emplaza en la linde entre Gijón y Llanera, o entre las localidades de Sisiello y Los Bayos. La plantación cae en Gijón. La antigua cuadra que Cristina se ha apañado como casa, aneja a la granja, pertenece a Llanera. A un lado puedes pedir subvenciones, al otro no, pues ambos concejos reciben distintas categorías administrativas. Aunque en los alrededores solo hay ganado, manzanos, praos abandonados, un invernadero de tomates y edificaciones desperdigadas, uno de los núcleos se considera rural y el otro, urbano. El campo español tiene más de mapa que de territorio. A Cristina, sin embargo, no le preocupan las subvenciones. Dejó su trabajo como cartógrafa para vivir en la naturaleza y aprender a cuidarla, como Troy la cuida a ella. Transmite paz.
‘Mini kiwi’ suena a injerto o a invento pero es una fruta natural, de la familia de las actinidias y de nombre real ‘kiwi silvestre’. Crece como una parra, trepadora, hermosa, caótica. Se la pueden cargar las heladas a la mínima, como le sucedió a Cristina el primer año. Pequeño como una uva o un cherry, este kiwi chiquitico cuenta con numerosas variedades, cuyos colores avanzan desde el verde amarillento al rojo sanguíneo, y cuya carne interior adquiere divertidas formas de caleidoscopio. Son bonitos y muy ricos: se comen con la piel, fina, y estallan en la boca volviéndote el cerebro un poco loco, porque no decodificas si estás masticando una uva, un tomatillo, un kiwi, una ciruela jibarizada o qué. El sabor mezcla el dulce y el ácido con intensidades y equilibrios que oscilan según la variedad. “Tienen cinco veces más vitamina C que la naranja”, apunta Cristina, que ha estudiado y sigue estudiando mientras se mancha las manos. Nos sirve una degustación y de repente ya se ha acabado.
Esta mujer de 38 años, menuda y apasionada, amable por naturaleza e ingeniera forestal de formación, se cansó de su trabajo de oficina en Oviedo. Sus padres tenían un terreno, donde antaño el abuelo cuidaba sus manzanos, que decidió convertir en modo de vida. Con la ayuda de su padre, lo hizo todo desde cero; a mano y con conciencia por su alrededor. Los bidones para almacenar el agua de riego, que coge del colindante río Aboño y de un pozo, están apañados con material y chatarra reciclada. Las aspas del molino de viento salieron de los rótulos metálicos desechados por una cadena de supermercados, y su eje central, de la rueda de un Seat. El riego cae por un sistema de goteo que aprovecha la altura y que empujan unos paneles solares. “Lo habitual en el kiwi es la aspersión. Yo uso el goteo y sensores de humedad, para saber cuándo tengo que regar y cuándo no. Así ahorras un 60% de agua respecto a otros sistemas convencionales”.
Eso cuenta Cristina mientras impide con cariño que Troy entre en la plantación, para que su entusiasmo por la vida no la lie parda con los gansos y las gallinas que campan adentro. Los gansos, que andan todo el día a la gresca, le hacen de segadores. Las pitas, blancas y negras, son de raza Pinta Asturiana, despreciada a pesar de su evidente belleza porque no es una gran ponedora. “Produce poco, pero si vamos solo al aprovechamiento, no tendríamos ya estas razas”: su concepto de lo ecológico va bastante más allá de la etiqueta. Entre los kiwis, aprovechando cada rincón, aparecen fabes, frutales, huertillos de hortalizas y verduras emergiendo por doquier. Rota los cultivos cada dos o tres años para mimar el suelo. En la finca colindante, cuatro ovejas xaldas miran con desconfianza mientras el molino de metal gira.
Pero la ambición de esta productora no se queda ahí: “Necesitamos proyectos sostenibles de verdad, que contribuyan a cambiar el sistema agroalimentario. Hay que explicar a la gente de dónde viene lo que comemos. La agroecología es un concepto que incluye lo social. Y los productores somos los que tenemos que hacer ese trabajo de comunicación. De la misma forma que tenemos que defender que no existe ecología si explotas a los trabajadores, por ejemplo”. Troy la mira y salta de nuevo. Este perro es infatigable.
Cristina ha plantado sus kiwis en una formación que se denomina T-bar, unas estructuras de madera que sirven de arquitectura a la planta para alzarse y enredarse. Tiene siete variedades, aunque en la rama todas parecen aceitunas. Recolecta fruto a fruto, cuando su punto de maduración es el justo, sin transición frigorífica. Directos cada uno a las cajitas de 150 gramos que vende por 2,80 euros. Según el día que le pidas por Instagram, Facebook o por teléfono, te tocan de unos colores u otros, aunque siempre intente servir una mezcla completa. Tiene más demanda de la que puede atender, así que probablemente hayas de esperar unos días, porque no piensa plantar más de lo que pueda atender ella sola. Pero la espera merecerá la pena, porque te los ventilarás en un pispás, con la alegría acelerada de un border collie loco.